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bien que me pasaba la noche leyéndolos. ¡Así que mucho ojo, Nastenka, no los leas!
¿Qué clase de libros ha mandado? preguntó
Novelas de Walter Scott, abuela.
¡Novelas de Walter Scott! Vaya, vaya, ¿no habrá ahí algún engaño? Mira bien a ver
si no ha metido er ellos algún billete amoroso.
No, abuela, no hay ningún billete.
Mira bajo la cubierta. A veces los muy pillos los meten bajo la cubierta.
No hay nada tampoco bajo la cubierta, abuela.
Bueno, entonces está bien.
Así, pues, empezamos a leer a Walter Scott y en cosa de un mes leímos casi la mitad.
El inquilino siguió mandándonos libros. Mandó las obras de Pushkin, y llegó el
momento en que yo no podía vivir sin libros y ya dejé de pensar en casarme con un
príncipe chino.
Así andaban las cosas cuando un día tropecé por casualidad con el inquilino en la
escalera. La abuela me había mandado por algo. Él se detuvo, yo me ruboricé y él
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también, pero se echó a reír, me saludó, preguntó por la salud de la abuela y dijo:
«¿Qué, han leído los libros?» Yo contesté que sí. «¿Y cuáles volvió a preguntar les han
gustado más?» Yo respondí: «Ivanhoe y Pushkin son los que más nos han gustado.»
Con eso terminó la conversación por entonces.
Ocho días después volví a tropezar con él en la escalera. Esta vez la abuela no me
había mandado por nada, sino que yo había salido por mi cuenta. Ya habían dado las
dos y el inquilino volvía a casa a esa hora. «Buenas tardes», me dijo, y yo le contesté:
«Buenas tardes.»
¿Y qué? me preguntó. ¿No se aburre usted de estar sentada todo el día junto a su
abuela?
Cuando oí la pregunta, no sé por qué me puse colorada. Sentí vergüenza y pena de
que ya hubieran empezado otros a hablar del asunto. Estuve por no contestar y
marcharme, pero me faltaron las fuerzas.
Mire dijo, es usted una chica buena. Perdone que le hable así, pero le aseguro que
me intereso por su suerte más que su abuela. ¿No tiene usted amigas que visitar?
Yo dije que no, que sólo una, Mashenka, pero que se había ido a Pskov.
Dígame prosiguió, ¿quiere ir al teatro conmigo?
¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?
La abuela no tiene por qué enterarse.
No dije, no quiero engañar a la abuela. Adiós.
Bueno, adiós repitió él. Y no dijo más.
Pero después de la comida vino a vernos. Se sentó, habló largo rato con la abuela, le
preguntó si salía alguna vez, si tenía amistades, y de repente dijo: «Hoy he sacado un
palco para la ópera. Ponen El Barbero de Sevilla. Unos amigos iban a ir conmigo,
pero después mudaron de propósito y me he quedado con el billete y sin compañía.
¡El Barbero de Sevilla! exclamó la abuela. ¿Es ése el mismo Barbero que ponían en
mis tiempos?
Sí, el mismo dijo, dirigiéndome una mirada. Yo lo comprendí todo, me puse
encarnada y el corazón me empezó a dar saltos de anticipación.
¡Cómo no voy a conocerlo! dijo la abuela. ¡Si en mis tiempos yo misma hice el papel
de Rosina en un teatro de aficionados!
¿No quiere usted ir hoy? preguntó el inquilino. Si no, seria perder el billete.
Pues sí, podríamos ir respondió la abuela. ¿Por qué no? Además, mi Nastenka no ha
estado nunca en el teatro.
¡Qué alegría, Dios mío! En un dos por tres nos preparamos, nos vestimos y salimos.
La abuela, aunque no podía ver nada, quería oír música, pero es que además es
buena. Deseaba que me distrajera un poco, y nosotras solas no nos hubiéramos
atrevido a hacerlo. No le contaré la impresión que me causó El Barbero de Sevilla.
Sólo le diré que durante la velada nuestro inquilino me estuvo mirando con tanto
interés, hablaba tan bien, que pronto me di cuenta de que aquella tarde había
querido ponerme a prueba proponiéndome que fuéramos solos. ¡Qué alegría! Me
acosté tan orgullosa, tan contenta, y el corazón me latía tan fuertemente que tuve un
poco de fiebre y toda la noche me la pasé delirando con El Barbero de Sevilla.
Pensé que después de esto el inquilino vendría a vernos más a menudo, pero no fue
así. Dejó de hacerlo casi por completo, o a lo más una vez al mes y sólo para
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invitarnos al teatro. Fuimos un par de veces más, pero no quedé contenta. Comprendí
que me tenía lástima por la manera en que me trataba la abuela, y nada más. Con el
tiempo llegué a sentir que ya no podía permanecer sentada, ni leer, ni trabajar. Me
echaba a reír sin motivo aparente. Algunas veces molestaba a la abuela de propósito;
otras, sencillamente lloraba. Adelgacé y casi me puse mala. Terminó la temporada de
ópera y el inquilino dejó por completo de visitarnos. Cuando nos encontrábamos en
la escalera de marras, por supuesto, me saludaba en silencio y tan gravemente que
parecía no querer hablar. Al llegar él al portal yo todavía seguía en mitad de la
escalera, roja como una cereza, porque toda la sangre se me iba a la cabeza cuando
tropezaba con él.
Y ahora viene el fin. Hace un año justo, en el mes de mayo, el inquilino vino a
vernos y dijo a la abuela que ya había terminado de gestionar el asunto que le había
traído a Petersburgo y que tenía que volver a Moscú por un año. Al oírlo me puse
pálida y caí en la silla como muerta. La abuela no lo notó, y él, después de anunciar
que dejaba libre el cuarto, se despidió y se fue.
¿Qué iba yo a hacer? Después de pensarlo mucho y de sufrir lo indecible, tomé una
resolución. Él se iba al día siguiente, y yo decidí acabar con todo esa misma noche
después de que se acostara la abuela. Así fue. Hice un bulto con los vestidos que tenía
y la ropa interior que necesitaba y, con él en la mano, más muerta que viva, subí al
desván de nuestro inquilino. Calculo que tardé una hora en subir la escalera. Cuando
se abrió la puerta, lanzó un grito al verme. Creyó que era una aparición y corrió a
traerme agua porque apenas podía tenerme de pie. El corazón me golpeaba con [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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