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de ser obedecida, yo perderé del derecho que debo a ser quien soy, y satisfaré tu deseo y el
de Halima fingidamente, como dices, si es que se ha de granjear con esto el bien de verte; y
así, finge tú las respuestas a tu gusto, que desde aquí las firma y confirma mi fingida
voluntad. Y, en pago desto que por ti hago (que es lo más que a mi parecer podré hacer,
aunque de nuevo te dé el alma que tantas veces te he dado), te ruego que brevemente me
digas cómo escapaste de las manos de los cosarios y cómo veniste a las del judío que te
vendió.
-Más espacio -respondió Leonisa- pide el cuento de mis desgracias, pero, con todo eso, te
quiero satisfacer en algo. «Sabrás, pues, que, a cabo de un día que nos apartamos, volvió el
bajel de Yzuf con un recio viento a la misma isla de la Pantanalea, donde también vimos a
vuestra galeota; pero la nuestra, sin poderlo remediar, embistió en las peñas. Viendo, pues,
mi amo tan a los ojos su perdición, vació con gran presteza dos barriles que estaba n llenos
de agua, tapólos muy bien, y atólos con cuerdas el uno con el otro; púsome a mí entre ellos,
desnudóse luego, y, tomando otro barril entre los brazos, se ató con un cordel el cuerpo, y
con el mismo cordel dio cabo a mis barriles, y con grande ánimo se arrojó a la mar,
llevándome tras sí. Yo no tuve ánimo para arrojarme, que otro turco me impelió y me arrojó
tras Yzuf, donde caí sin ningún sentido, ni volví en mí hasta que me hallé en tierra en brazos
de dos turcos, que vuelta la boca al suelo me tenían, derramando gran cantidad de agua que
había bebido. Abrí los ojos, atónita y espantada, y vi a Yzuf junto a mí, hecha la cabeza
pedazos; que, según después supe, al llegar a tierra dio con ella en las peñas, donde acabó la
vida. Los turcos asimismo me dijeron que, tirando de la cuerda, me sacaron a tierra casi
ahogada; solas ocho personas se escaparon de la desdichada galeota.
»Ocho días estuvimos en la isla, guardándome los turcos el mismo respecto que si fuera su
hermana, y aun más. Estábamos escondidos en una cueva, temerosos ellos que no bajasen de
una fuerza de cristianos que está en la isla y los cautivasen; sustentáronse con el bizcocho
mojado que la mar echó a la orilla, de lo que llevaban en la galeota, lo cual salían a coger de
noche. Ordenó la suerte, para mayor mal mío, que la fuerza estuviese sin capitán, que pocos
días había que era muerto, y en la fuerza no había sino veinte soldados; esto se supo de un
muchacho que los turcos cautivaron, que bajó de la fuerza a coger conchas a la marina. A los
ocho días llegó a aquella costa un bajel de moros, que ellos llaman caramuzales; viéronle los
turcos, y salieron de donde estaban, y, haciendo señas al bajel, que estaba cerca de tierra,
tanto que conoció ser turcos los que los llamaban, ellos contaron sus desgracias, y los moros
los recibieron en su bajel, en el cual venía un judío, riquísimo mercader, y toda la mercancía
del bajel, o la más, era suya; era de barraganes y alquiceles y de otras cosas que de Berbería se
llevaban a Levante. En el mismo bajel los turcos se fueron a Trípol, y en el camino me
vendieron al judío, que dio por mí dos mil doblas, precio excesivo, si no le hiciera liberal el
amor que el judío me descubrió.
»Dejando, pues, los turcos en Trípol, tornó el bajel a hacer su viaje, y el judío dio en
solicitarme descaradamente; yo le hice la cara que merecían sus torpes deseos. Viéndose,
pues, desesperado de alcanzarlos, determinó de deshacerse de mí en la primera ocasión que
se le ofreciese. Y, sabiendo que los dos bajaes, Alí y Hazán, estaban en aquesta isla, donde
podía vender su mercaduría tan bien como en Xío, en quien pensaba venderla, se vino aquí
con intención de venderme a alguno de los dos bajaes, y por eso me vistió de la manera que
ahora me vees, por aficionarles la voluntad a que me comprasen. He sabido que me ha
comprado este cadí para llevarme a presentar al Gran Turco, de que no estoy poco temerosa.
Aquí he sabido de tu fingida muerte, y séte decir, si lo quieres creer, que me pesó en el alma
y que te tuve más envidia que lástima; y no por quererte mal, que ya que soy desamorada, no
soy ingrata ni desconocida, sino porque habías acabado con la tragedia de tu vida.»
-No dices mal, señora -respondió Ricardo-, si la muerte no me hubiera estorbado el bien de
volver a verte; que ahora en más estimo este instante de gloria que gozo en mirarte, que otra
ventura, como no fuera la eterna, que en la vida o en la muerte pudiera asegurarme mi deseo.
El que tiene mi amo el cadí, a cuyo poder he venido por no menos varios accidentes que los
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