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que las había hecho cenizas, pero las tengo aquí, y les he añadido una carta mía.» Y Thierry me
llevó al cofre escondido en un hueco de la pared de su gabinete, y me hizo leer las hojas cargadas
de sellos; mis ojos no daban crédito a tanta villanía. Había también ochocientas libras de oro en el
cofre. Y me entregó la llave por si a él le ocurría alguna desgracia...
-Y cuando fuisteis por primera vez a Hirson...
-Confundí la llave con otra; estoy segura de que la he perdido. Verdaderamente, la
calamidad se ceba sobre mi. Cuando todo empieza a ir mal...
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Librodot Los reyes malditos VI - La flor de lis y el león Maurice Druon
¡Y se enredaba, encima! Debía de decir la verdad. No se inventa de manera tan torpe cuando
se quiere engañar a otro. Roberto la hubiera estrangulado de buena gana si eso hubiera servido para
algo.
-Mi visita debió de dar la alarma -agregó ella-; han descubierto el cofre y han forzado los
cerrojos. Seguro que ha sido Beatriz...
Se entreabrió la puerta y Lormet asomó la cabeza. Roberto lo despidió con un gesto de la
mano.
-Pero, después de todo, monseñor -continuó Juana de Divion, como si intentara borrar su
falta-, esas cartas se podrían volver a hacer fácilmente. ¿No creéis?
-¿Rehacerlas?
-¡Claro, ya que se conoce su contenido! Yo lo sé bien y puedo repetir, casi palabra por
palabra, la carta de monseñor Thierry.
Con mirada ausente y el índice extendido como para puntuar las frases, comenzó a recitar:
-...«Me siento grandemente culpable de haber hecho tanto para ocultar que los derechos del
condado de Artois pertenecen a monseñor Roberto, debido a los tratos hechos en el matrimonio de
monseñor Felipe de Artois con la señora Blanca de Bretaña, tratos establecidos en un par de cartas
selladas de las que tengo una, pues la otra fue retirada de los registros de la corte por uno de
nuestros grandes señores... Y siempre he deseado que, después de la muerte de la señora condesa,
bajo cuyas órdenes he actuado para complacerla, en caso de que Dios la llame antes que a mí, sea
devuelto a monseñor Roberto lo que yo guardo...».
La Divion perdía la llave, pero podía acordarse de un texto que había leído una sola vez.
¡Hay cerebros así! Proponía a Roberto, como la cosa más natural del mundo, hacer una
falsificación. Estaba claro que no tenía sentido del bien ni del mal, que no establecía ninguna
distinción entre lo moral y lo inmoral, entre lo autorizado y lo prohibido. Consideraba moral lo que
le convenía. En sus cuarenta y dos años de vida, Roberto había cometido casi todos los pecados
posibles: había matado, mentido, denunciado, saqueado, violado; pero nunca había sido
falsificador.
-El antiguo baile de Bethune, Guillermo de la Planche, debe de acordarse y podría
ayudarnos, ya que en aquel tiempo era empleado en casa de monseñor Thierry.
-¿Donde está ese antiguo baile? -preguntó Roberto.
-En prisión.
Roberto se encogió de hombros. ¡De mal en peor! Había cometido un error al apresurarse
demasiado. Debería haber esperado a tener los documentos, y no contentarse con promesas. Pero, al
mismo tiempo, se presentaba la ocasión del homenaje que el propio rey le había aconsejado
aprovechar.
El viejo Lormet asomó de nuevo la cabeza por la puerta entreabierta.
-Sí, ya lo sé, ya voy -le gritó Roberto con impaciencia-. Sólo tengo que atravesar la plaza.
-Es que el rey se apresta a bajar -contestó Lormet en tono de reproche.
-Bien, ya voy.
El rey, después de todo, no era más que su cuñado, y rey porque Roberto había hecho lo
necesario. ¡Y qué calor! Sentía correr el sudor bajo su manto de par.
Se acercó a la ventana y miró a la catedral, con sus dos torres desiguales y labradas. El sol
daba de lado en el gran rosetón de las vidrieras. Las campanas seguían tañendo y tapaban el rumor
de la multitud.
El duque de Bretaña, seguido de su escolta, subía los escalones del pórtico central.
Luego, a veinte pasos de distancia, avanzaba cojeando el duque de Borbón, con la cola de su
manto sostenida por dos escuderos.
Después venía el cortejo de Mahaut de Artois. ¡Podía pisar firme hoy la señora Mahaut! Era
más alta que la mayoría de los hombres, tenía la cara enrojecida, y saludaba al pueblo con breves
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inclinaciones de cabeza, con gesto imperial. ¡Ella era la ladrona, la embustera, la envenenadora de
reyes, la criminal que sustraía de los registros reales las actas selladas! Tan cerca como estaba de
confundirla, de alcanzar finalmente sobre ella la victoria por la que había bregado durante veinte
años... Sin embargo, Roberto se veía obligado a renunciar... ¿Y por que? Por una llave extraviada
por una concubina de obispo.
¿Es que no hay que usar con los malos sus mismas maldades? ¿Hay que mostrarse tan
considerado en la elección de los medios cuando se trata de hacer triunfar el justo derecho?
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