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El monitor, sujeto con velcro al salpicadero y
alimentado a través del hueco del encendedor,
brillaba mostrando un plano del barrio de Starling.
El mismo satélite de posición global que ahora
indicaba la situación de la furgoneta también
señalaba el coche de Starling, un punto brillante
frente a la casa.
A las nueve en punto de la mañana Carlo dio permiso
a Piero para comer algo. Tommaso podría hacerlo a
las diez y media. No quería que los dos estuvieran
el estómago lleno al mismo tiempo, por si era
necesaria una larga persecución a pie. También a
mediodía se hicieron turnos para comer. A media
tarde, mientras Tommaso revolvía en la nevera
portátil buscando un sándwich, sonó el pitido.
La maloliente cabeza de Carlo se volvió con viveza
hacia el monitor.
Se está moviendo -dijo Mogli, e hizo girar la llave
del contacto.
Tommaso volvió a tapar la nevera.
Vamos allá, vamos allá... Va por Tindal hacia la
carretera principal -dijo Mogli sumándose al
tráfico.
Podía permitirse el lujo de seguir a Starling a tres
manzanas de distancia, con lo que no había forma de
que la mujer los descubriera. Eso impidió que Mogli
viera la vieja camioneta gris que avanzaba una
manzana detrás de Starling, con un árbol de Navidad
sobresaliendo por la parte de atrás.
Conducir el Mustang era uno de los pocos placeres
que nunca la decepcionaban. El potente vehículo, sin
ABS ni dirección asistida, era impredecible en las
calles resbaladizas la mayor parte del invierno.
Pero cuando las carreteras estaban secas era un
placer bombear combustible a los ocho cilindros en
uve sin pasar de segunda y oír el rugido del motor.
Mapp, imbatible coleccionista de cupones, le había
dado un fajo de vales junto con la lista de la
compra.
Querían preparar jamón, ternera estofada y dos
asados con verduras. Los invitados traerían el pavo.
Celebrar su cumpleaños con un banquete era lo último
que le apetecía.
Pero no le quedaba más remedio, porque Mapp y un
sorprendente número de agentes femeninas, a muchas
de las cuales sólo conocía de vista o no apreciaba
especialmente, se habían empeñado en mostrarle su
apoyo en aquellos momentos de infortunio.
Jack Crawford no se le iba de la cabeza. No podía
visitarlo en cuidados intensivos ni tampoco llamarlo
por teléfono. Le había ido dejando notas en el
mostrador de la enfermera, simpáticas postales de
perros con los mensajes más ligeros que se le habían
ocurrido escritos al dorso.
Starling procuró olvidarse de su situación jugando
con el Mustang, reduciendo dos marchas con un solo
toque del embrague, empleando la compresión del
motor para aminorar antes de girar hacia el
aparcamiento del supermercado Safeway y pisando el
freno tan sólo para que los coches que la seguían
vieran sus luces.
Tuvo que dar cuatro vueltas al aparcamiento para
encontrar una plaza libre, aunque bloqueada por un
carrito del supermercado. Se bajó a apartarlo.
Cuando acabó de aparcar, otro comprador se había
llevado el carrito.
Starling cogió uno junto a la puerta y lo empujó
hacia la sección de alimentación.
Mogli había visto que giraba y se detenía en la
pantalla del monitor, y a cierta distancia, a la
derecha, distinguió el enorme Safeway.
Está en el supermercado -dijo a los otros, y torció
para entrar en el aparcamiento.
En unos segundos localizaron el coche. Una mujer
joven empujaba un carrito hacia la entrada. Carlo la
enfocó con los prismáticos.
Es Starling. Es la mujer de las fotografías -
aseguró, y le pasó los prismáticos a Piero.
Me gustaría hacerle una foto -dijo éste-. Tengo el
zoom aquí.
Había una plaza libre para minusválidos separada del
coche de Starling por el espacio para circular.
Mogli se metió en ella adelantándose a un gran
Lincoln con matrícula para minusválidos. El
conductor, iracundo hizo sonar el claxon un buen
rato.
Desde la parte trasera de la furgoneta veían la cola
del Mustang.
Tal vez porque los vehículos norteamericanos le eran
más familiares, fue Mogli el primero que advirtió la
vieja camioneta, estacionada en una plaza alejada,
cerca del final del aparcamiento. Sólo se veía la
parte trasera, de color gris. Enseguida se la señaló
a Carlo.
¿Lleva un torno en la parte de atrás? ¿Recuerdas lo
que dijo el tío de la licorería? Enfócalo con los
prismáticos, el puto árbol no me deja verlo. Carlo,
c é una morsa sul camione ? Certo . Sí, sí que
lleva un torno. Está vacía.
¿Entramos en el supermercado para vigilar a la
mujer? -dijo Tommaso, que no solía hacer preguntas a
Carlo.
No, si lo hace será aquí fuera -respondió Carlo.
La lista empezaba por los productos lácteos.
Starling, procurando aprovechar los cupones, eligió
el queso y algunos panecillos preparados para
calentar y servir. Lo tienen claro si piensan que
voy a hacer panecillos para una multitud , pensó. Al
llegar al mostrador de la carnicería, se dio cuenta
de que se había olvidado de la mantequilla. Dejó el
carrito y dio media vuelta.
Cuando volvió a la sección de carnes, el carrito
había desaparecido.
Alguien había sacado los productos y los había
dejado en un estante. Pero se había quedado con los
cupones y con la lista.
La madre que lo parió -dijo Starling, lo bastante
fuerte para que lo oyeran los presentes.
Se puso a mirar a su alrededor, pero no vio a nadie
con un fajo de cupones. Respiró hondo un par de
veces.
Podía quedarse junto a las cajas registradoras y
tratar de reconocer su lista, si es que no la habían
separado de los cupones. Bah, total por un par de
dólares. No iba a dejar que la estropearan el
cumpleaños por tan poca cosa.
No quedaban carritos libres dentro del supermercado.
Salió a buscar uno por el aparcamiento.
¡ Eco ! Carlo lo vio saliendo de entre los
vehículos con el paso vivo y seguro de que le
recordaba. Vestía abrigo de pelo de camello y
sombrero de fieltro de ala ancha y llevaba un regalo
con caprichosa resolución.
¡ Madonna ! Va hacia el coche de la chica.
El cazador que llevaba dentro se hizo cargo de la
situación y Carlo empezó a controlar la respiración
preparándose para el disparo. El diente de venado
que mascaba apareció un instante entre sus labios.
Las ventanillas traseras eran fijas.
¡ Metti in moto ! Retrocede y ponte de lado -ordenó
Carlo.
El doctor Lecter se detuvo junto a la ventanilla del
acompañante del Mustang, luego cambió de idea y fue
a la del conductor, puede que con la intención de
olfatear el volante.
Echó un vistazo a su alrededor y se sacó la varilla
de la manga.
Ahora la furgoneta estaba de costado y Carlo,
dispuesto para disparar el rifle. Pulsó el botón
para bajar la ventanilla. No pasó nada.
¡ Mogli, il finestrino ! -se oyó decir a Carlo con
voz sobrecogedoramente tranquila ahora que estaba en
plena acción.
Tenía que ser el seguro para niños, y Mogli lo buscó
a tientas.
El doctor metió la varilla por el espacio entre la
puerta y la ventanilla e hizo saltar la cerradura.
Abrió la puerta y se agachó para entrar.
Soltando un juramento, Carlo descorrió lo justo la
puerta lateral y levantó el rifle. Piero hizo
mecerse la furgoneta al apartarse unas décimas de
segundo antes de que sonara el chasquido del rifle.
El dardo cortó el aire y con un crujido casi
imperceptible atravesó la camisa almidonada del
doctor Lecter y se le clavó en el cuello. La droga,
una dosis abundante en un punto crítico, hizo su
trabajo en cuestión de segundos. El hombre intentó
erguirse pero las piernas no le respondieron.
El envoltorio se le cayó de las manos y rodó bajo el
coche. Aún pudo sacar la navaja del bolsillo y
abrirla mientras se derrumbaba entre la puerta y el
asiento con las piernas convertidas en agua por el
tranquilizante.
Mischa -murmuró mientras su visión se hacía
borrosa.
Piero y Tommaso se deslizaron hasta él como dos
gatos enormes y lo inmovilizaron entre los coches
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