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de poder olvidar las tontas contraseñas que él te había enseñado: imitaciones de palabras
de autoridad. Pero no las olvidaste. Lo recordarás todo. Y acuérdate también de no tener
miedo. Es posible que la épica penitencia de la humanidad esté terminando. El viejo
Autarca te dijo la verdad: no iremos de nuevo a las estrellas hasta que vayamos como
divinidades, pero acaso el díaya no esté lejos. Puede que en ti se hayan sintetizado todas
las tendencias divergentes de nuestra raza.
Como acostumbraba, Triskele se alzó un momento en las patas traseras; luego corrió
en círculos y galopó a lo largo de la playa alumbrada por los astros, las tres patas
dispersando las garras de gato de las olas. Cuando estaba a cien zancadas se volvió a
mirarme como si quisiera que lo siguiese.
Di unos pasos hacia él pero el maestro Malrubius dijo:
 No puedes ir adonde va él, Severian. Sé que nos consideras alguna especie de
cacógenos y por un tiempo pensé que no sería sensato desengañarte; pero ahora debo
hacerlo. Somos acuástores, seres creados y alimentados por el poder de la imaginación y
la concentración del pensamiento.
 He oído hablar de esas cosas  le dije . Pero a usted lo he tocado.
 No es ninguna prueba. Somos tan sólidos como la mayoría de las cosas
verdaderamente falsas: una danza de partículas en el espacio. A estas alturas deberías
saber que sólo lo que no puede tocarse es verdadero. Una vez conociste una mujer
llamada Cyriaca, que te contó historias de las grandes máquinas pensantes del pasado.
En la nave en donde navegamos hay una máquina así. Tiene el poder de leerte la mente.
 ¿Entonces usted es esa máquina?  pregunté. Una sensación de soledad y de vago
temor creció en mí.
 Yo soy el maestro Malrubius, y Triskele es Triske le. La máquina revisó tus
recuerdos y nos encontró. La vida que tenemos en tu mente no es tan completa como la
de Thecla y la del viejo Autarca, pero de todos modos estamos allí y viviremos mientras
vivas tú. Pero en el mundo fisico nos mantiene la energía de la máquina, y el alcance no
supera unos pocos miles de años.
Dijo esas últimas palabras mientras la carne ya se le disolvía en polvo brillante. Por un
momento reverberó a la fría luz de las estrellas. Luego desapareció. Triskele permaneció
conmigo unos pocos instantes más, y lo oí ladrar cuando el pelo amarillo ya era de y se
dispersaba en la brisa suave.
Luego me quedé solo a la orilla del océano que tanto había deseado ver; pero aunque
estaba solo me sentí reanimado, y respiré ese aire que no se parece a ningún otro, y
sonreí oyendo la suave canción de las olas. La tierra  Nessus, la Casa Absoluta y lo
demás estaba al este; al oeste estaba el mar; caminé hacia el norte porque no me
avenía a dejarlo tan pronto y porque en esa dirección había corrido Triskele, a lo largo de
la orilla. Allí el gran Abaia podía revolcarse con sus amantes, y sin embargo el mar era
mucho más viejo y más sabio que él; como toda la vida de la tierra, los seres humanos
proveníamos del mar; y porque no podíamos conquistarlo era siempre nuestro. El viejo sol
rojo se alzó a mi derecha y su mustia belleza tocó las olas, y oí el llamado de las aves
marinas, las aves innumerables.
Las sombras se habían hecho cortas cuando me sentí cansado. Me dolían la cara y la
pierna herida; desde el mediodía anterior no había comido nada y exceptuando el trance
en la tienda ascia tampoco había dormido. De haber podido habría descansado, pero el
sol calentaba y la línea de acantilados que había más allá de la playa no proyectaba
ninguna sombra. Por fin seguí la huella de una carreta de dos ruedas y llegué a un macizo
de rosas silvestres que crecía en una duna. Allí paré y me senté a la sombra para
quitarme las botas y vaciarlas de la arena que había entrado por las costuras
desgarradas.
Una espina se me enganchó en el brazo, y desprendiéndose de la rama, se me
incrustó en la carne con una gota de sangre escarlata en la punta, una gota no más
grande que un grano de mijo. La arranqué y me cayó en las rodillas.
Era la Garra.
La Garra perfecta, con un brillo negro, tal como yo la había colocado bajo la piedra del
altar de las Peregrinas. Todo ese arbusto y todos los que crecían con él estaban cubiertos
de pimpollos blancos y de esas Garras perfectas. La que yo tenía en la palma ardía bajo
mis ojos con una luz translúcida.
Yo me había desprendido de la Garra, pero había conservado el saquito de cuero de
Dorcas. Lo saqué de la alforja y me lo colgué del cuello al modo de antes, con la Garra de
nuevo dentro. Sólo después de haberla guardado recordé que al comienzo de mi viaje, en
el jardín Botánico, había visto un arbusto exactamente así.
Nadie puede explicar estas cosas. Desde que llegué a la Casa Absoluta he conversado
con el heptarca y con varios acaryas; pero lo que han sido capaces de decirme es poco
salvo que, antes de esto, el Increado eligió manifestarse en esas plantas.
En aquel momento, lleno de asombro como estaba, no lo pensé, pero ¿no será acaso
que nos guiaron hasta el inacabado Jardín de Arena? Ya entonces yo llevaba la Garra,
aunque no lo sabía; Agia me la había deslizado bajo el cierre de la alforja. ¿No será que
llegamos al jardín inacabado para que la Garra, volando por así decir contra el viento del
Tiempo, pudiera despedirse? La idea es absurda. Pero claro, todas las ideas son
absurdas.
Lo que en la playa me sacudió  y me sacudió de verdad, tanto que trastabillé como
bajo un golpefue que, si el Principio Eterno habitaba la espina curva que yo había llevado
en el cuello a lo largo de tantas leguas, y ahora habitaba la nueva espina (tal vez la
misma) que acababa de poner en el saquito, podía habitar cualquier cosa, todas las
espinas de todos los arbustos, todas las gotas de agua del mar. La espina era una Garra [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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