[ Pobierz całość w formacie PDF ]

preguntaba si podía pasarlo bien con Van Sarawak.
El nunca había sido un juerguista de gran calibre ni había podido soportar a uno de
ellos. Un buen libro, un rato de broma, una botella de cerveza, todo eso estaba en sus
posibilidades. Pero hasta el más sobrio podía excederse ocasionalmente.
O algo más que eso, si el hombre era un agente libre de la Patrulla del Tiempo; si su
empleo en los Estudios de Ingeniería era solo una tapadera para sus andanzas y hazañas
a través de la Historia; si la había visto enmendada en sus detalles, no por Dios, lo que
hubiera sido soportable, sino por hombres mortales y falibles (puesto que los danelianos
eran menos que Dios); si siempre le atormentaba la posibilidad de un cambio mayor, por
ejemplo, que él y un mundo no hubieran existido nunca... En la cara marchita y curtida de
Everard apareció una mueca. Se pasó una mano por el crespo y negro cabello, como
para ahuyentar la idea. Era inútil pensar en ello; el lenguaje y la lógica se estrellaban ante
la paradoja. Mejor era desinteresarse mientras pudiera.
Cerró la valija y fue a reunirse con Piet Van Sarawak.
El pequeño vehículo antigravitatorio de dos plazas esperaba en el garaje, sobre
rodillos. No se creería, al verlo, que sus mandos pudieran situarlo a voluntad en cualquier
parte de la Tierra y en cualquier momento del tiempo. Pero también son maravillosos un
avión, un buque o un incendio.
Auprès de ma bloonde
Qu'il fait bon, fait bon, fait bon,
Auprès de ma blonde,
Qe'il fait bon dormir!
Era Van Sarawak quien así cantaba en voz alta, cuajándosele el aliento en el helado
aire, mientras ocupaba el asiento posterior del vehículo. Había aprendido la cancioncilla
una vez que había tenido que acompañar a las tropas de Luis XIV. Everard rió.
¡Calla, muchacho!
- ¡Oh, vamos! - exclamó el joven -. Es un bello continuo, un espléndido cosmos. ¡Aprisa
con la máquina!
Everard no estaba tan contento; había visto demasiada miseria humana en todas las
épocas. Uno se endurece al cabo de cierto tiempo, pero, en su interior, cuando un
campesino le contempla con ojos débiles y embrutecidos, o un soldado grita ensartado
por una lanza, o una ciudad arde en llamas radiactivas... algo llora. El podía comprender a
los fanáticos que habían intentado cambiar los hechos. Lo que sucedía era que su trabajo
resultaba incapaz de mejorar nada.
- Confío en que se ha despedido de todas las damas amigas que tiene usted aquí - y
puso los mandos para ir al almacén de los Estudios de Ingeniería, que era un buen sitio
para partir.
- Sí; por cierto, y muy galantemente, se lo aseguro. ¡Vamos, adelante! Es usted tan
pesado como las melazas de Plutón. Le aseguro que no estamos precisamente sobre una
barca de remos.
Everard se encogió de hombros y accionó el mando principal. El almacén desapareció
de su vista.
2
Por un momento la sorpresa los dejó inmóviles. La escena la veían por partes o trozos.
Se habían materializado a pocos centímetros del suelo - el saltador no estaba planeado
para posarse sobre objetos sólidos -, y como aquello era inesperado, rozaron el
pavimento con un ruido que daba dentera.
Estaban en una especie de plaza. Cerca de ellos manaba una fuente cuyo receptáculo
ostentaba esculpidos sarmientos entrelazados. En torno había calles formadas por
edificios cuadrados de seis a diez pisos, construidos de ladrillo y cemento y extrañamente
ornamentados y pintados. Había vehículos de tosco aspecto (cosas de tipo irreconocible)
y mucha gente.
- ¡Dioses saltarines! - Everard miró a los cuadrantes. El aparato les había dejado en el
bajo Manhattan, el 23 de octubre de 1960, a las 11,30 de la mañana, en las coordenadas
espaciales del almacén.
Soplaba una ventolera que les lanzaba polvo y hollín a los ojos, el olor de las
chimeneas y...
El arma sónica de Van Sarawak voló a sus manos. La multitud se alejaba velozmente
de ellos, chillando algo incomprensible. Era una chusma abigarrada; altos, rubios, de
cabezas redondas, muchos pelirrojos, algunos indios, mestizos de todas las
combinaciones. Los hombres vestían blusas policromas, faldillas de tartán, una especie
de gorra escocesa, medias basta la rodilla y zapatos; su cabello era largo y muchos
individuos lucían lacios bigotes. Las mujeres vestían faldas hasta los tobillos y se
peinaban con trenzas enrolladas bajo capuchas. Hombres y mujeres se adornaban con
collares y macizos brazaletes.
- ¿Qué ha ocurrido? - murmuró el venusiano -. ¿Dónde estamos?
Everard se sentó con rigidez. Su cerebro funcionaba vertiginosamente, recordando
todas las épocas que conocía directamente o por lecturas. ¿Cultura industrial? Aquello
parecían automóviles de vapor (pero ¿y las agudas proas y los mascarones?) movidos
por carbón. ¿Reconstrucción postnuclear? No; aquellos seres no habrían vestido
entonces faldillas, y además hablarían inglés...
Aquello no concordaba; semejante ambiente no estaba registrado.
- ¡Vámonos de aquí! - dijo.
Sus manos estaban ya sobre los mandos en el momento que un hombre grande cayó
sobre él. Rodaron fuera del vehículo, sobre el pavimento, con furia de puñetazos y de
patadas. Van Sarawak disparó e hizo caer a alguno sin sentido, pero luego le agarraron
por detrás; la muchedumbre se precipitó sobre ellos y las cosas se hicieron confusas.
Everard tuvo la fugaz impresión de hombres con brillantes corazas de cobre y cascos,
que se abrían difícilmente paso entre el alboroto. Le sacaron, le sostuvieron en su
desvanecimiento y le esposaron. Luego, él y Van Sarawak fueron recogidos e
introducidos en un vehículo cerrado. El coche celular es igual en todos los tiempos.
No recobró el conocimiento hasta que estuvieron en una celda húmeda y fría, tras una
puerta de barrotes de hierro.
- ¡Llamas del infierno!
Y el venusiano se dejó caer, con la cara entre las manos, en un catre de madera.
Everard quedó junto a la puerta, mirando al exterior. Todo lo que podía ver era un
estrecho zaguán y, en torno, las celdas. El mapa de Irlanda, a través de las barras, le
recordó algo incomprensible.
- ¿Qué está pasando ahora? - el esbelto cuerpo de Van Sarawak se estremeció.
- No lo sé - respondió Everard lentamente. Tiró de los barrotes con tanta fuerza que
crujieron -. Exactamente no lo sé. Se suponía que la máquina estaba a prueba de tontos,
pero, sin duda, somos más tontos de lo permitido.
- No hay un sitio como este - afirmó desesperado Van Sarawak -. ¿Será un sueño? - se [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

  • zanotowane.pl
  • doc.pisz.pl
  • pdf.pisz.pl
  • dona35.pev.pl