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de los fogones deslumbraba proyectando en las paredes las sombras agrandadas de quienes se mov�an por
la cocina. Los hornos eran bocas de fuego abiertas de par en par que devoraban sin pausa empanadas, pan
dulce, pavos y otras muchas cosas. El humo de los asados y de la madera que ard�a se condensaba en la
parte alta de las arcadas. Entre el alboroto y el griter�o general, incluso era arduo o�r las órdenes de los
cocineros principales.
En medio de todo aquel estruendo, los golpes sordos y r�tmicos de los morteros preparaban los �ltimos
rellenos, las salsas y los condimentos, mientras el chisporroteo de la grasa de cerdo y de oca, con que se
mechaban las carnes, era la melod�a de fondo.
Las llamaradas, los alaridos y el sudor de los cocineros principales y de los cocineros daban la
impresión de que la situación estaba fuera de control, pero, en realidad, en medio de la aparente confusión
exist�a un orden sustancial que en su momento conducir�a todo a buen t�rmino.
El poeta Taccone, orgulloso de s� mismo, se preparaba releyendo una vez m�s los modestos versos que
hab�a compuesto, al tiempo que los bailarines y los actores ensayaban los pasos y figuras que ejecutar�an
al servir los manjares en las mesas de los Duques y en las altas. Sin embargo, en las mesas bajas ya
estaban colocadas las fuentes de presentación, en el orden geom�trico previsto por el Gran Senescal: cada
ocho convidados se hab�an preparado los platos con todas las exquisitas viandas que compon�an el primer
servicio.
El enorme salón era muy similar a una iglesia, pues estaba dividido en tres naves largu�simas con las
bóvedas apoyadas en dos hileras de columnas de ladrillo rojo, rematadas al estilo de Pav�a. Los
voluminosos tapices que, colgados de las arcadas, cubr�an los muros completaban el efecto de una
imponente riqueza.
A lo largo de la arcada central, la m�s espaciosa, se extend�an, una frente a la otra y apoyadas en las
columnas, dos interminables mesas. Los hu�spedes sólo se sentar�an en el lado exterior, de modo que
todos estuvieran vueltos hacia el centro. El amplio corredor que quedaba en el medio permit�a moverse
con facilidad a sirvientes, pajes de la Corte de la mesa alta, bodegueros, actores, danzarines, enanos,
bufones, tragafuegos, saltimbanquis y a los poetas que declamar�an sus apolog�ticos versos.
A1 fondo de la nave, cerrando a modo de herradura las dos largu�simas mesas del resto de los invitados,
presid�a la de los Duques, realzada sobre una tarima cubierta con una tela con rapacejos de oro. En las dos
mesas laterales los invitados estaban situados seg�n su condición social: los de las mesas altas se sentaban
cerca de los Duques en cómodos escabeles con respaldo, luego, poco a poco, los de las mesas bajas en
taburetes sencillos y, por �ltimo, aquellos a quienes se destinaba un sitio en los bancos.
En la parte opuesta del salón estaba el portón de entrada. La arcada central se hab�a iluminado con
antorchas resinosas y candelabros, pero su luz no alcanzaba a las laterales, donde a espaldas de los
convidados se dispuso todo lo necesario para el servicio de las mesas. Los espacios que quedaban en
penumbra, si no en la oscuridad, eran muy amplios y estaban repletos de bancos y de tinas para mantener
fresco el vino. All� trabajaba todo el personal. La sombr�a nave de la derecha la ocupaban el Bodeguero y
sus asistentes. A�n m�s escondido en la oscuridad, el Credenciero reservaba sus especialidades: los platos
fr�os, las ensaladas, los dulces, los bizcochos y las cremas.
Adem�s de los convidados de las mesas altas y bajas del salón, estaban los hu�spedes de menor cuenta,
que com�an en los tinelos vecinos.
La espera fue larga, pero al final el toque de los clarines de plata anunció la llegada solemne del cortejo
ducal. Primero aparecieron los arqueros en uniforme de gala, despu�s los escuderos con los gonfalones;
luego doce pajes en librea con las ense�as de los Sforza y de los Visconti y doce con las de las Casas de
Aragón y de Espa�a.
Inmediatamente despu�s ven�a el Montero Mayor de Gian Galeazzo, que sujetaba con correa la jaur�a
de los amad�simos lebreles del joven se�or Duque, con sus anchos collares de oro grabados con el
emblema de los Sforza. Apenas los soltaron, los perros comenzaron a correr por todos lados, meti�ndose
entre las mesas y las piernas de los convidados.
Segu�an los maggiori, Hermes Sforza con sus hermanos, el conde Bergonzio Botta, se�or del castillo de
Tortona, el obispo celebrante Antonio Trivulzio, los duques de Amalfi y as� sucesivamente los m�s
ilustres invitados de las mesas altas: Bartolomeo Calco y los dignatarios del estado de Mil�n, monse�or
Ottaviano da Melzo y los miembros del alto clero, el conde de Caiazzo y los distintos capitanes ducales,
Jacopo Trotti y los Embajadores de los estados extranjeros, los condes de Conza y de Potenza, los barones
aragoneses y, por �ltimo, Dona Cecilia Gallerani y su s�quito.
Un redoble de tambores anunció la entrada de los novios, que avanzaban mientras los p�fanos, los
la�des y las tubas ejecutaban una dulce canción nupcial.
El se�or duque Gian Galeazzo llevaba un jubón corto bordado con escamas de oro del que sal�an dos
amplias mangas de ormes� blanco, pespunteadas de perlas. Desde los hombros, una hopalanda con
elegantes pliegues le ca�a por la espalda descendiendo hasta las pantorrillas. Era de lampazo blanco de
G�nova y llevaba repetidas en todo el tejido las armas de los Sforza y de los Visconti bordadas con hilo [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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