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memoria. Pasaban en tropel por su imaginación todos los cuentos del
lago oídos por las noches junto al hogar de la barraca, y al tropezar sus
manos con los troncos, creían tocar la piel rugosa y fría de enormes rep-
tiles. Los gritos de las fálicas sonando lejanos, en los carrizales del lago,
les parecían lamentos de personas asesinadas. Su carrera loca a través
de los matorrales, tronchando las ramas, abatiendo las hierbas, des-
pertaba bajo la oscura maleza misteriosos seres que también corrían
entre el estrépito de las hojas secas.
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Cañas y barro
Llegaron a una gran mallada, sin adivinar en qué lugar estaban de la
interminable selva. La oscuridad era menos densa en este espacio des-
cubierto. Arriba se extendía el cielo de intenso azul, espolvoreado de luz,
como un gran lienzo tendido sobre las masas negras del bosque que
rodeaban la llanura. Los dos niños se detuvieron en esta isla luminosa y
tranquila. Se sentían sin fuerzas para seguir adelante. Temblaban de
miedo ante la profunda arboleda que se movía por todos lados como un
oleaje de sombras.
Se sentaron, estrechamente abrazados, como si el contacto de sus
cuerpos les infundiese confianza. Neleta ya no lloraba. Rendida por el
dolor y el cansancio, apoyaba la cabeza en el hombro de su amigo, sus-
pirando débilmente. Tonet miraba a todas partes, como si le asustase,
aún más que la lobreguez de la selva, aquella claridad crepuscular, en la
que creía ver de un momento a otro la silueta de una bestia feroz, ene-
miga de los niños extraviados. El canto del cuclillo rasgaba el silencio;
las ranas de una charca inmediata, que habían callado al llegar ellos,
recobraban la confianza, volviendo a reanudar su melopea; los mosqui-
tos, pegajosos y pesados, zumbaban en torno de su! cabezas, marcán-
dose en la penumbra con negro chisporroteo.
Los dos niños recobraban poco a poco la serenidad. No estaban mal
allí; podían pasar la noche. Y el calor de sus cuerpos, incrustados uno
en otro, parecía darles nueva vida, haciéndoles olvidar el miedo y las
locas carreras a través de la selva.
Encima de los pinos, por la parte del mar, comenzó a teñirse el espa-
cio de una blanquecina claridad. Las estrellas parecían apagarse
sumergidas en un oleaje de leche. Los muchachos, excitados por el ambi-
ente misterioso de la selva, miraban este fenómeno con ansiedad, como
si alguien viniera volando en su auxilio rodeado de un nimbo de luz. Las
ramas de los pinos, con el tejido filamentoso de su follaje, se destacaban
como dibujadas en negro sobre un fondo luminoso. Algo brillante comen-
zó a asomar sobre las copas de la arboleda; primero fue una pequeña
línea ligeramente arqueada como una ceja de plata; después un semicír-
culo deslumbrante, y por fin, una cara enorme, de suave color de miel,
que arrastraba por entre las estrellas inmediatas su cabellera de resp-
landores. La luna parecía sonreír a los dos muchachos, que la contem-
plaban con adoración de pequeños salvajes.
La selva se transformaba con la aparición de aquel rostro mofletudo,
que hacía brillar como varillas de plata los juncos de la llanura. Al pie de
cada árbol esparcíase una inquieta mancha negra, y el bosque parecía
crecer, doblarse, extendiendo sobre el luminoso suelo una segunda
arboleda de sombra. Los buixquerots, salvajes ruiseñores del lago, tan
amantes de su libertad, que mueren apenas los aprisionan, rompieron a
cantar en todos los límites de la mallada, y hasta los mosquitos zum-
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Vicente Blasco Ibáñez
baron más dulcemente en el espacio impregnado de luz.
Los dos muchachos comenzaban a encontrar grata su aventura.
Neleta ya no sentía el dolor del pie y hablaba quedamente al oído de su
compañero. Su precoz instinto de mujer, su astucia de gatita abandona-
da y vagabunda, la hacía superiora Tonet. Se quedarían en la selva, ¿ver-
dad? Ya buscarían al día siguiente, al volver al pueblo, un pretexto para
explicar su aventura. Sangonera sería el responsable. Ellos pasarían la
noche allí, viendo lo que jamás habían visto; dormirían juntos: serían
como marido y mujer. Y en su ignorancia se estremecían al decir estas
palabras, estrechando con más fuerza sus brazos. Se apretaban, como si
el instinto les dictase que su naciente simpatía necesitaba confundir el
calor de sus cuerpos. [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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